domingo, 22 de agosto de 2010

Si las palabras fueran de oro, todas valdrían la pena.

Tengo tanto veneno recorriendo mis arterias y mis venas, que creo que no me queda sangre, que lo que saldría por una de mis heridas me quemaría por fuera, pero más me quema día a día por dentro. A veces odio a mi sensibilidad porque se viene abajo cuando menos me lo espero, y también odio los momentos en los que lloro de rabia, de impotencia, pero no es porque realmente quiera, sino porque las palabras me hacen daño, se me clavan en el corazón y aún no sé porque sigo viva, no sé porque sigo viviendo después de todas las puñaladas que me dan paulatinamente.

Un buen día una persona, la cual es para mí como un trozo de cielo, me dijo que mis lágrimas no supondrían la felicidad de otras personas, que incluso se sentirían mal y que no por llorar me hago más fuerte y resistente, pero que si lo necesitaba adelante, que podía desahogarme todo lo que quisiera, pero que la sonrisa más bonita se la estaba perdiendo el mundo con mis llantos. Aquel momento, me hizo pensar y recapacitar sobre si mi vida giraba entorno a unos ojos húmedos, constantemente, y en ese momento caí en la conclusión de que mi felicidad estaba en manos de las personas que me rodeaban y que si una persona caía yo también lo hacía con ella, hasta que me di cuenta de que no son importante las veces que nos caigamos, sino las veces que nos vamos a levantar porque en cada una hay un esfuerzo admirable.

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